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Me vino a ver a Silao, dice la mamá. Fue por la cena y Alberto nunca regresó. Otra vez, en Guanajuato

21/12/2020 - 10:04 pm

“Estábamos en plena contingencia cuando le propuse que él y Selene, su novia, se vinieran dos semanas al pueblo, a Silao. Una noche antes de que partieran rumbo a Torreón tres hombres armados se lo llevaron. Era 20 de julio. Lo último que dijo fue que iba a comprar de cenar. Veinticuatro días estuvo desaparecido, veinticuatro días lo busqué”, relata una madre que busca justicia.

Por Alonso Merino Lubetzky

Guanajuato, 21 de diciembre (Pop Lab).- Alberto y yo éramos así…uno. Aunque fuera a la distancia, aun lejos el uno del otro, siempre sabíamos de nosotros. No había día que no le mandara mensajes y si veía que no me contestaba le marcaba de mi celular o del teléfono de la casa. Con que respondiera, con solo verlo “en línea”, me sentía tranquila. Diario le daba los buenos días o su bendición en la noche. Así fue hasta que lo desaparecieron y me destruyeron por completo.

Mi hijo estaba en Torreón trabajando y reconciliándose con su padre. Siempre le dije que quería que se alejara de los vicios y accedió a irse para empezar de nuevo. Se fue justo cuando el crimen empezó en Guanajuato. Sentía terror, pánico, de imaginar que algo le llegara a suceder.

Estábamos en plena contingencia cuando le propuse que él y Selene, su novia, se vinieran dos semanas al pueblo, a Silao. Una noche antes de que partieran rumbo a Torreón tres hombres armados se lo llevaron. Era 20 de julio. Lo último que dijo fue que iba a comprar de cenar. Veinticuatro días estuvo desaparecido, veinticuatro días lo busqué.

Yo nací aquí en Silao, Guanajuato, pero mis mejores recuerdos son con mis hermanos y mis abuelos, cuando nos íbamos al rancho. Era tan bonito andar allá que no nos queríamos regresar. En ese rancho nació mi mamá: San José de Gracia, se llama. Le llorábamos para no venirnos. Era muy libre. La casa de mis abuelos es grande, tiene árboles frutales y está a la orilla del río.

Era donde nos dábamos la gran vida. Ahí tenían los carritos de mulas, esos en los que se vende fruta, y nos encantaba andar trepados con mis tíos. Son carros con un caballo o dos mulas adelante. Esos son de los momentos más bonitos que vivimos porque mis abuelos de allá eran bien diferentes a los de aquí. Los de Silao eran muy duros, muy pegones, y allá en el rancho no. Eran diferentes: muy amorosos.

Soy la más chica de cinco mujeres y un hermano. A pesar de que tuve a un papá muy machista, alcohólico y golpeador, mi niñez fue una de las etapas más bonitas de mi vida. Hubo un tiempo que viví con un hermano de mi mamá aquí en Silao. Me iba con mi tía, su esposa, porque como no tuvo hijos me invitaba a ayudarla a vender muebles, pero también porque quería alejarme de todo lo que estaba viviendo en mi casa. Toda la semana yo salía de la escuela y me iba directo con mi tía, salvo los fines de semana. Nunca me fui del todo porque yo sabía que se llegaba el fin de semana y mi papá iba a tomar. Yo quería estar ahí para cuidar a mi mamá.

Cuando cumplí 15 años me fui a vivir a Ciudad Juárez, pero me fui yo sola, sin mi familia. Estaba en la secundaria y la dejé para irme a trabajar. Al principio estaba en una tienda de ropa, pues como era menor de edad, no podía entrar a una empresa formalmente. Me fui sin avisar, allá me recibió la familia que tengo por parte de mi mamá.

No sé cómo pude tener el valor para hacer eso, porque me fui en el tiempo en el que estaba más fuerte el feminicidio, en el que había muertas todos los días. Loca, tomé esa decisión tan arrebatada, y hui. Mis papás estaban enojados y aunque me pedían que regresara yo les decía que no, pero siempre me pregunté por qué no fueron a buscarme. Ellos podían hacerlo, sin embargo, no lo hicieron.

Fui diferente con Alberto. Hice muchas cosas por él, pues lo buscaba incluso antes de que desapareciera. Yo quería lo mejor para él y para mis hijas, y por eso siempre andaba detrás suyo. Si a mí me preguntan hoy en día que si tengo remordimiento en mi relación con él, les diría que no, pues sé que hice más de lo que estaba en mis manos. Hay gente que no sabe o que no tiene la mínima idea. Todas las veces que yo lo metía a un anexo o a una clínica, él me decía que no le gustaba, pero me decía que me amaba, que me lo agradecía.

Al papá de Alberto y de mis hijas lo conocí en Juárez. Él trabajaba en una empresa japonesa de plásticos a la que me ayudaron a entrar con una carta, pues era menor de edad. Pasó el tiempo y nos juntamos, luego vinieron los hijos. En Ciudad Juárez nacieron los más grandes, mi hija la mayor y Alberto; allí estuve como siete años. Después me fui a Torreón donde nació mi hija la más chica.

a siendo mamá, ya con hijos, comienzo a ver realmente la situación Foto: Pop Lab

Ya siendo mamá, ya con hijos, comienzo a ver realmente la situación. Estando chica no percibía la inseguridad. Y entonces fue que me dije a mí misma que no quería que mis hijos crecieran en ese ambiente. Ciudad Juárez es horrible en todos los aspectos, tanto en el clima como en la violencia. Si tú vas sigues viendo papeles pegados de mujeres desaparecidas.

Nos mudamos a Torreón porque el papá de mis hijos es de ahí. Para entonces ya teníamos problemas, tal vez era la diferencia de edades entre el señor y yo, quien es 11 años más grande. Era muy posesivo y después agarró amistades que a mí no me gustaban y aumentaron los conflictos.

Al principio era como cualquier papá, miraba por sus hijos, pero luego fue cambiando mucho. Al tiempo de que lo conozco, me embarazo y me salí de trabajar. Él ganaba muy bien en el trabajo. Pero, así como ganaba bien, era muy mujeriego. Tomaba más de lo normal y consumía sustancias. Se volvió irresponsable, y desde ahí empezamos a distanciarnos. Salía de trabajar el viernes y llegaba hasta el sábado, pero ya llegaba sin un peso. Entonces, ¿qué tenía que hacer yo? Pues trabajar. Por eso estando en Torreón trabajé en varias empresas automotrices.

El papá de Alberto fue violento físicamente conmigo. Aunque solo una vez me golpeó, con esa vez tuve. Me amenazaba constantemente y nunca quiso ayuda de nadie con sus problemas de adicciones. Conforme su adicción crecía, su violencia también. La vez que me golpeó me mandó al hospital. Me golpeó a puño cerrado dejándome inconsciente tirada en un charco de sangre. Coincidió que mi hermana estaba allá y me dijo que abriera los ojos, que no era posible que yo soportara eso. Eso pensé, que no tenía por qué estarlo aguantando.

No era responsable de sus hijos y no me ayudaba económicamente. Se volvió la peor persona, ya no trabajaba, ya no aportaba nada. Solo pensaba en el vicio. Tenía una mujer que le compraba droga para que estuviera con ella, y eran todo ese tipo de cosas que yo tenía que aguantar. Yo decía “como para que ande con esa persona, entonces yo quién soy o qué soy”, al grado de que se me bajaba la moral. Desde que nos separamos, yo estando allá, tuve que trabajar sola para salir adelante.

Tal vez era miedo de que me hiciera algo más. Llegó un momento en que me dije que eso no podía continuar, que no me podía quedar ahí, que tenía que hacer algo.

Alberto creció y comenzó a tener problemas de adicciones. Yo quería que fuera una persona de bien, que saliera de eso. Foto: Pop Lab

De vivir en el norte del país me queda la violencia, que ahora es la misma en Guanajuato. Torreón estaba igual que Juárez: muchísima inseguridad, muchos muertos por donde quiera. En las escuelas de Torreón amenazaban a los maestros, les iban y les cobraban cuota y amenazaban que si no pagaban que les pedían se llevarían a ciertos niños y a los maestros. Y sí lo llegaron a hacer. La mejor opción fue regresarnos a Silao con mi familia. Yo pensé que ya no tenía nada que hacer ahí, pues ya para entonces no estaba con el papá de mis hijos.

Al tiempo de haber regresado a Silao conocí a mi pareja actual, Luis. Nos empezamos a tratar y tenemos juntos desde entonces. Él tiene una niña también y vive con nosotros. Desde que nos conocimos él me ayudó con mis hijos y yo con su niña. Luis también siempre fue muy cercano a Alberto. Seguido los encontraba platicando mientras miraban la televisión.

Siempre he querido mucho a mi mamá. Siempre. Para mí ha sido lo mejor que me ha pasado. Para mí es una mujer admirable porque nunca nos dio un mal ejemplo. Nunca. Sufrió mucho y yo también por ella. Te quedas marcada. Alberto también la quiso mucho, donde quiera que la viera, la abrazaba y la besaba siempre. Con su abuelita también era muy allegado, por eso antes de irse a Torreón, antes de que lo desaparecieran, en el último lugar en el que quiso estar fue en su casa.

Ella viene de una familia en la que mi abuelo tenía tierras, sembraban. No le faltaba nada, tenía todo lo necesario. Se casó de 28 años. Ella dice que sus hermanos no la dejaban tener novio y por eso se fue con mi papá a escondidas, porque realmente se la pasaban cuidándola. Obviamente si hubieran visto al señor con quien se iba a ir no la hubieran dejado.

Mi hija le pregunta a su abuela por qué cambió su vida para irse a meter a una casa donde la golpeaban y le hacían de todo cuando tuvo una vida muy buena con sus papás. Cuando se vino del rancho a Silao hasta sus propios suegros la trataban mal. Fue totalmente un cambio porque acá mi papá era tomador, mujeriego, golpeador. Igual, si se le antojaba se gastaba todo el dinero y ya no daba para la semana.

En muchas ocasiones la dejaba embarazada y se iba a Estados Unidos y se quedaba con otras mujeres. Mi mamá siempre ha sido de las personas que decía que, si tú te casas, te casas para toda la vida. Siempre que le pregunto por qué, ella contesta que era su cruz. Le decía que no, que no era cierto, no tiene por qué una estar aguantando golpes.

Cuando mi papá murió le dijimos que se casara de nuevo. Y dijo que no. Yo creo que mi madre empezó a tener vida después de que mi papá falleció. El 18 de octubre cumplió 10 años de muerto. Casarse con él fue lo peor para ella. Su matrimonio duró treinta y tantos años, y ella va a cumplir ochenta.

Tal vez por eso yo nunca me casé. En mi casa con mi mamá era de que a fuerza me tenía que casar, por la iglesia y por el civil. Todas mis hermanas así lo hicieron. Todas menos yo. Con ninguno me casé.

Recuerdo mucho cuando estaba en sexto de primaria. Cuando mi papá tomaba, comía mucho. Todo el día quería estar comiendo y le exigía a mi mamá que le sirviera de comer. “No, sírveme otra vez, porque no me has dado”, le decía mi papá. Fue un domingo y ese día había hecho caldo cocido. Cuando ella le sirve un plato, agarra y dice: “Mmm, ni para caldo eres buena” y se lo aventó. Mi mamá se quedó asustada. Agarró una madera y se le dejó ir para golpearla. Le grité que no le pegara y me puse enfrente de ella. El golpe que le iba a dar, me lo dio a mí en la cabeza. Él se fue y me quedé escurriendo de sangre.

Cuando me fui a Ciudad Juárez fue lo peor dejar a mi mamá. Después me arrepentía de haberme ido. Te das cuenta que dejaste tu hogar, que las cosas no son como te las platicaron. Es doloroso dejar a tu familia atrás, pero lo que más me dolió fue dejarla a ella.

Cuando llegué a Silao con ella, llegué como desorientada. Estaba acostumbrada a vivir en otra ciudad más grande. Pero me sentí tranquila de vivir aquí. Entonces no había peligros, era muy calmado todo. Ese cambio fue muy radical, pero yo vi a mis hijos contentos.

Llegando a Silao estuvimos un tiempo en casa de mi mamá. Estaba encantada porque estábamos juntas. Mi hermano vive ahí con ella, nunca se casó y no tiene hijos. Si hacían alguna travesura, él se enojaba. Los amenazaba con pegarles y yo lo confrontaba. “A mis hijos no los vas a tocar”, le decía. Como me sentía harta de esas amenazas y no quería que nada le pasara a mis hijos, decidí salirme también de ahí.

Estaban por cumplir un mes aquí cuando tuvimos nuestra última conversación. Foto: Pop Lab

Por eso, y como no pensaba pasarme toda la vida con mi mamá, me metí a trabajar al Parque Bicentenario cuando lo abrieron. Trabajaba como cajera y los horarios se me acomodaban. Rentamos un departamento, ahí teníamos más privacidad. Mi hija se graduó de la primaria y entró a la secundaria. Cambié a mis hijos más cerca. Ellos se iban caminando a la casa de su abuelita cuando salían de la escuela y yo los recogía al terminar el día.

De pronto me quedé sin trabajo. Entonces entré a una empresa en Puerto Interior donde se hacen motores para los limpiaparabrisas de los carros. Estuve casi dos años ahí. Al tiempo me salí porque Alberto se estaba haciendo pato en la secundaria. Los maestros me llamaron y me dijeron que Alberto sí llegaba a la escuela, pero que no entraba a los salones.

Me di cuenta que necesitaba atención. Y un lunes me pregunta Alberto: “¿Por qué no vas a ir a trabajar?” –“Porque tengo un niño de kínder que tengo que llevar a la secundaria para que entre al salón”. –“No es cierto, sí entro”, dijo. — “No, niño –le dije–, yo no voy a estar pagando para que usted se quede en el patio. Yo pago para que usted ocupe la silla y se ponga a estudiar como es. Así es de que vámonos, lo voy a llevar y voy a hablar con sus maestros”.

Alberto creció y comenzó a tener problemas de adicciones. Yo quería que fuera una persona de bien, que saliera de eso. Nunca me iba a resignar a que estuviera perdido en algún vicio. No tengo ni el mínimo remordimiento ni siquiera de las veces que lo reprendí porque sé que él siempre estuvo consciente que fue por su bien. Como madre uno lo tiene que hacer. Nunca le solapé nada, en ninguno de los aspectos.

Iba a ser su cumpleaños, tenía 14, y se me salió con unos amiguillos. Me pidió permiso para dormir en casa de un amigo. Se lo negué, le di solo permiso de salir con ellos, pero no de dormir afuera. Cuando fuimos a buscarlo, no lo hallé. Llegué a la casa y le marqué de nuevo. “No soy tu juguete. ¿Dónde estás?”, le dije. “No te doy permiso”. Pero insistió que ahí estaba y ahí voy de nuevo. Luis me llevó por él en el carro y cuando se sube nos percatamos que olía a alcohol. Apenas llegamos a la casa le pedí que subiera a la habitación. “¿Qué pasó, Alberto? A ver, ¡sóplame!” Le di un cintarazo, lo regañé. Me pidió perdón, me dijo que sus amigos lo convencieron porque era su cumpleaños. Fue la primera y la última vez que le pegué, pero cuando me fui a trabajar me sentía súper mal.

Mi momento más feliz con él fue cuando lo llevaba a la escuela, en las vacaciones, cuando iba a sus festivales. Cuando veíamos películas, cuando íbamos al cine. Cuando se graduó de la primaria, no le busqué madrina. Yo fui su madrina para bailar su vals con él. Hay un video donde estamos bailando y está llorando porque se estaba despidiendo de sus amigos. Yo sabía que era muy noble y sentimental. Lo abracé y le dije de cerca que sí, que ya no iba a ver a sus amigos, pero que comenzaba una nueva etapa y que así tenía que ser.

Cuando nos llegamos a ir a Guayabitos estábamos por un camino rumbo a Los Ayala. Nos fuimos caminando y el paisaje estaba muy bonito por toda la carretera. Él sabe que yo odio las lagartijas, las iguanas y todo eso. Me dan mucho pánico. Ese día ya veníamos y sale corriendo con una iguana enorme. “¡Te la voy a echar!”, me dijo. “Dame 500 pesos, si no te la voy a echar encima”. Yo grité. Le pedí ayuda a mi mamá porque pensé que estaba viva. Se la encontró atropellada. “Pinche niño”, le dije. Se murió de risa porque yo me asusté.

Alberto vivía en Torreón. Le recomendé que se fuera de aquí para protegerlo, pues la violencia crecía en el pueblo. Yo pensé que le servirían los consejos de su papá, el hecho de que regresara y lo viera, que empezaran a platicar y arreglaran todos sus problemas. Las hermanas del papá de Alberto me habían dicho que ya estaba cambiado. Ciertamente me dolía mucho que se fuera, y aunque se me rompía el corazón porque nunca nos habíamos separado, lo veía bien allá.

Pero su papá y un amigo suyo lo habían golpeado días antes de que regresara a Silao. Acordamos que él y su novia se vinieran por la pandemia, porque económicamente se estaba poniendo difícil. Alberto me contó que llegaron él y su novia a casa de su papá y lo encontraron drogado con un amigo. Se hicieron de palabras por algo de la casa y su papá y su amigo, los dos, se le fueron encima a golpes. El amigo de su papá le pegó con un envase de cerveza y quedó todo cortado del brazo. Hasta la fecha yo sigo enojada con su padre por eso. No se lo perdono.

Estando acá ya en Silao, Alberto me dijo que no se iban a quedar mucho tiempo. Selene y él llevaban poco de haberse juntado. Le dije: “Vente y se quedan quince días”. El plan era que cuando regresaran a Torreón, llegarían a vivir a casa de una tía y pondrían un taller de motos. Él había trabajado en uno y queríamos que abriera el suyo allá. Yo lo veía que estaba saliendo adelante.

Estaban por cumplir un mes aquí cuando tuvimos nuestra última conversación. Fue un sábado en casa de mi mamá. Me dijo que el lunes se irían de regreso a Coahuila. Estaba en casa de su abuelita porque se estaba despidiendo y fue cuando me platicó que había tenido un problema con una persona que vendía droga.

El domingo fui de nuevo a casa de mi mamá y los vi a él y a mi nuera. Al día siguiente, el lunes, pedí permiso para ausentarme porque quería despedirlo. A las 12:00 del día llegué a casa de mi mamá y lo primero que me dicen es que Alberto no había llegado en toda la noche. Les había dicho que iba a ir a comprar cena, pero ya no regresó.

Durante casi un mes dormí en el sillón de la sala. En las noches esperaba despierta que tocara la puerta y entrara. Foto: Pop Lab

Lo primero que hice fue ir a hospitales. Luego al Pentágono –así le llaman al edificio de Seguridad Pública en Silao-. Fui varias veces ese mismo día, pero no me dejaban entrar a barandilla. No era la primera vez que Alberto no llegaba y podría estar ahí. Una vez hasta se cambió el nombre y por eso yo les pedía que me dejaran ver, porque su nombre no aparecía en la lista. Entonces salió un hombre a quien lo habían arrestado por tomar. Saco una foto y se la muestro. Me dijo que no había nadie como él adentro.

El tiempo estaba corriendo y yo no sabía nada. Le dije a Selene que me iba a regresar porque tenía que darle de comer a mis hijas. Pasó el lunes, se hizo de noche y mi hijo tampoco llegó. Volví a ir más tarde al Pentágono, pero ya estaba oscuro. Les pedí que si me dejaban entrar y tampoco tuve suerte. Me dijeron que podía ir al día siguiente a las 8:00 de la mañana, cuando hay cambio de juez. Tampoco pude entrar.

Fui al Ministerio Público como a eso de las 3 de la tarde del martes y pongo la denuncia por desaparición. Me tomaron algunos datos. En un primer momento no me pidieron sus características personales. No me preguntaron cuánto medía, qué tatuajes tenía, qué ropa llevaba. Nada. Solamente su nombre, mi nombre, dirección y la última vez que se le vio.

Estaban mis hermanas en mi casa y llegó la persona sospechosa de su desaparición. Aseguró que tres hombres armados llegaron en un carro gris, que estaba sentado frente a su casa cuando vio que se lo llevaron. Me cayó un balde de agua fría. Las versiones sobre la desaparición de Alberto cambiaron cada vez. Ellos las cambiaron. A mi nuera esta persona le dijo que Alberto estaba en su casa y que los hombres armados habían entrado por él. Unos días antes de que encontrara a mi hijo, él mismo dijo que Alberto les había hablado por teléfono para irse con ellos.

Estuvo casi un mes desaparecido, veinticuatro días. Cuando iba al Ministerio Público o me mandaban llamar, me decían que no sabían nada. Cuando me enteraba de algo acudía al MP para decirles lo que sabía, para aportar lo poco que podía, pero siempre me decían “que yo qué sabía”. Realmente no sabemos a quién irle a confiar lo que uno sabe.

Lo último que hizo el Ministerio Público fue venir hasta mi domicilio. Entraron los ministeriales sin identificarse mientras yo no estaba en casa. Mi nuera les abrió y se pasaron. Nunca pude saber quiénes eran porque no llevaban nada visible: ni placa, ni nada. Nos pidieron llevarlos a la casa donde Alberto desapareció. Con desconfianza nos subimos a la camioneta mi nuera y yo.

Hicieron un cateo para ver si podían encontrar las pertenencias de mi hijo, pero nunca se cercioraron de que el sospechoso estuviera ahí. Otras personas me dijeron que iba llegando cuando vio a los agentes haciendo el cateo. Me llamaron al MP y sus últimas palabras fueron que ya no había nada qué hacer. Me notificaron que la carpeta de investigación se iba a Irapuato.

En esas fechas habían encontrado fosas y yo ya estaba en los colectivos de búsqueda, por eso supe. Mi colectivo es “De Pie Hasta Encontrarte”. Selene, la novia de mi hijo, se fue conmigo a Irapuato. No sabíamos llegar, pero igual tomamos un camión bajando de la central de autobuses. Les pedí que me orientaran para llegar al CERESO y al SEMEFO.

Llegando al Servicio Médico Forense uno de los agentes en la puerta me pidió el número de carpeta de investigación. Se lo doy. Yo quería ver si me podían enseñar las fotos de las personas no identificadas. Me pregunta qué relación tiene la persona desaparecida conmigo. –“Es mi hijo”, le dije. Tomó el papel donde llevaba anotado el número de carpeta y se fue. A los pocos minutos apareció de nuevo.

Nos dijeron que nos dirigiéramos al edificio de Homicidio. Me registro y me piden que me pase. Cruzo la puerta de arriba y salen agentes de investigación, quienes nos dijeron que nos llevarían a ver las fotos. Nos subimos a su camioneta y ya arriba una agente se me queda viendo. Saca su teléfono y empieza a pasar fotos. Me mira de nuevo y me pregunta por la ropa de Alberto, por sus tatuajes. Me pidió tranquilizarme y me mostró las fotos. Era él.

Su respuesta fue que el mismo domingo que desapareció lo encontraron entre las 11 y 12 de la noche por el parque industrial Castro del Río. Estuvo casi un mes en SEMEFO, con todo y que les proporcioné fotos. Todo. Características. Todo. Pruebas de ADN. No entiendo cómo, si tenían mis pruebas de ADN y las de mi hija, en ningún momento nos avisaron que estaba ahí.

En ese momento me pidieron su acta de nacimiento, pero no la llevaba. Llamé a mis familiares para que me la llevaran. Finalmente liberaron el cuerpo, así que partimos rumbo a SEMEFO. Me dijeron que empezara los trámites con la funeraria para que lo recogieran. Cuando llegué y pasé a firmar los papeles que me pedían, me negaron el cuerpo de mi hijo una vez más: me faltaba una copia. A esas horas de la noche no había ni un solo lugar dónde sacar una copia, además de que no estaba la trabajadora social para firmar.

Fosas clandestinas en Guanajuato. Foto: Especial.

Tuve que regresar al día siguiente antes de las 9 de la mañana. Cuando terminé los trámites me pidieron pasar a reconocer a Alberto. Antes, cuando lo estaba buscando, le había dicho a mi hermana que si algo malo pasaba ella debería reconocerlo por mí, porque yo no tenía el valor.

Tuve que hacerme más fuerte porque solo yo tenía permiso para entrar. Su cuerpo ya estaba en estado de descomposición, pero todavía se alcanzaban a ver sus facciones. El cuerpo se lo llevó la funeraria y por instantes me quisieron negar también el velatorio “porque ya tenía muchos días allá”, según dijeron. Insistí que para esa noche y al día siguiente lo sepultamos.

Durante casi un mes dormí en el sillón de la sala. En las noches esperaba despierta que tocara la puerta y entrara. Hasta el momento no sé lo que pasó. La única versión que existe es que fue por 200 pesos de mariguana. No me cabe en la cabeza que eso valiera su vida.

La ropa de Alberto la conservaba toda hasta hace unas semanas. Poco a poco la he ido regalando como él de por sí lo hacía con sus amigos. Cuando los veía sin tenis o sin algo para vestir, él se los daba a escondidas. Ahora solo guardo algunas cosas en su clóset.

Siempre se los dije, incluso se lo dije a la persona que está detenida: yo estoy segura que mi hijo no tenía nada que ver. Y yo tampoco, porque soy una de las personas que se levanta día a día a trabajar, y a trabajar honestamente para sacar a mi familia adelante. Yo no tengo por qué esconderme, porque yo he hecho las cosas bien. Si hay alguien que no ha hecho las cosas bien, son ellos. Eso siempre le dije a mi familia: yo no tengo miedo, porque yo no estoy haciendo nada equivocado. Lo busqué sin parar hasta encontrarlo. Y lo encontré, pero no se ha hecho justicia.

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